Informe y texto: Karina Donangelo
“Nadie es mi nombre; así me llaman.
Nadie mi madre y mi padre
y los compañeros que traigo conmigo”
Homero, Od. IX, 366,7
Los faroles de la Plaza Lavalle iluminan las baldosas húmedas por el rocío vespertino. Las moles de cemento, que rodean la plaza colman el ambiente de desconcierto, de nostalgias y melancolía.
El olor a medialunas persiste, incluso hacia el final de la jornada. 18:30 de la tarde; es la hora de un café corto, apenas cortado con leche fría .
Los bancos de piedra se vuelven testigos de pasiones y desaventuras amorosas; de negocios turbios; “arreglos” judiciales “non santos”; de citas encubiertas; de hambre; de pesares económicos y ebriedad. Verdaderos refugios para el desconsuelo y punto de partida o de llegada para la soledad.
Y mientras camino, bordeando los pinos, las palmeras y los sauces de esta plaza, se me ocurre que no hay diferencia entre imagen y recuerdo. Porque la imaginación (i – mago) no es más que la recreación de la memoria. Y la memoria se me antoja caprichosa, a veces pendenciera y testaruda.
Y me viene a la memoria, una cita del italiano Valerio Manfredi, de uno de sus libros, que dice: “Nadie es mi nombre”.
Entonces pienso, ¿en cuántas facetas de la vida nos tornamos impersonales? ¿A cuántos juegos de simulación nos prestamos, en la lucha por la vida? ¿ Cuántos “nombres” portamos a diario? Y no obstante, no perdemos nuestra esencia.
Es sólo que unos pocos nos pueden entender y reconocer, aún en la oscuridad de este mundo. Caminamos sobre escombros, intentando “cabalgar el tigre”, sabiendo que, en el fondo, no hacemos otra cosa que interpretar, circunstancialmente papeles de distintos personajes en este sistema virtual. Un mundo cargado de “hologramas”, pero vacío de sentido, carente de valores y con tradiciones ausentes. La vacuidad.
Es verdad, que a muchos en esta cruzada se les escapa el alma. Son, como comúnmente se dice, “los desalmados”.
Pero también están aquellos, cuyas almas (el aliento de vida) están sedientas por tanta nada, y no hacen más que succionar la luz y la energía de los que todavía permanecen inmaculados, del otro lado de la orilla.
Hay dos mundos en este mundo. Y entre ellos se libra una siniestra batalla. Es la lucha terrenal y celestial. Es el mundo de la luz y el de la oscuridad. Del Bien y del Mal.
Si bien, en este mundo abundan los desalmados (gente sin alma, sin sentido, sin valores), que deambulan como zombis, retardados, cuya capacidad de inteligir les ha sido anulada por completo. También estamos aquellos, que sabemos a qué vértice del Gran Tablero pertenecemos. Nos reconocemos inmediatamente. Como si nos conociéramos desde tiempos pretéritos. Algo nos dice cómo se desenvolverán los hechos. Esto no se explica, se siente y sencilla e irremediablemente acontece.
Y también sabemos quiénes son nuestros contrarios. Conocemos sus argucias. Sus trampas. Sus engaños.
Camino por las calles de Buenos Aires y percibo todo esto. Dirán que estoy loca. Que así sea, esto, al menos me libra de la “somnolencia espiritual”. Es la “Rebelión contra el Mundo Moderno”.
Usamos máscaras, en función del rol social, que nos toca interpretar. Pero cuando nos encontramos a solas, despojados de simulacros, todo parece tener sentido, en nuestro mundo, que fabricamos dentro de este mundo.
Y entonces pienso, mientras espero la línea 5 de colectivo, que la frase “Nadie es mi nombre” me sienta bien. Porque no hacen falta nombres para reconocernos; ni riquezas; ni encumbradas posiciones sociales; ni cargos; ni profesiones ni jerarquías.
Con grandes dificultades, pero con la expectativa segura de las cosas por venir, tratamos de despejar nuestro camino de las sendas confusas. Porque lo que abunda en este mundo no nos servirá en nuestro camino. El dinero, el gran demiurgo, que empobrece a las almas, es, como explicaba Bar Nahman “una lengua sin forma, como el demonio, cuyo nombre es multitud”. Y el lenguaje del dinero, no nos abrirá esa puerta que buscamos. Otras son las llaves que necesitamos para atravesar el umbral. No, la ambición desmedida, la obsesión por el trabajo y la profesión, por figurar, por querer “llegar”, como alguien me explicó una vez.
Las luces del Teatro Colón comienzan a encenderse. El colectivo se demora en venir. Transitan por la calle portafolios de cuero negro, tacos agujas y el maquillaje descorrido, después de una larga jornada de trabajo. ¿Y la gente? La gente pasa con todo eso, cargada de farsas y amuletos, embadurnada de apariencias con sabor a nada. Son sólo entes endebles, viles, mediocres, mezquinos y grises, muy grises. Maniquíes puestos al servicio del régimen actual.
Mañana, en este mundo todo será igual que ayer y que mañana. Un eterno De Javú. Hurgo en el bolsillo de mi abrigo, buscando las monedas para el colectivo, cuando muere la tarde. Es entonces cuando se me antoja un café. Es entonces cuando decido saborear un Cheese Cake y sublevarme contra el tedio y la rutina septembrina. Doblo la esquina y me sumerjo en el bosque profundo. Y me pierdo en mis lecturas predilectas (verdaderos manuales de supervivencia). Y sólo así, día a día resucito, y vuelvo a la vida.
Más tarde tomaré el colectivo, lleno de caras que no me dicen nada. Y todo volverá a empezar.
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